Arde, vida, que a veces duele más que no lo hagas.



Dicen que quien no juega con fuego,
se hiela
y yo,
quiero arder.


He aprendido que todo el mundo se va de la noche a la mañana, que no hay despedidas, que no duele tanto cuando te acostumbras, que no hay vuelta, solo idas. 
Y qué triste. Ojalá algún -no- cobarde sepa quedarse y echarle cojones
donde todo el mundo corría como si todo estuviera a punto de desmoronarse
y no fuera a salvarse -así era-.

Un día aprendí a salvarme yo
y que no hay mayor riesgo
que no quererse y
que te quieran.
Destroza.
Quema.
Cura.
Baila.
Queda.
Y vuelve
a
destrozar.
Las grietas se curan cuando todo está en modo desastre
y aprenden a curarse como si estuvieran bañadas en agua de mar
y les salieran costras que, después, viene alguien a quitarlas.

Y os juro que no hay mayor placer, que quitarse las costras.
O que sea alguien quién te las quite mientras
te arriesgas
y saltas
y saltas
al precipicio de su boca
y ríes
y le miras
como si fuera la última vez
queriendo que así no sea.

Y que si alguien quiere quedarse que haga eso:
que se arriesgue a perder y no huya,
que todos sabemos estar en las buenas,
pero apuñalar en las noches de tormenta.

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